Quique González. Conversaciones (Arancha Moreno)
Es difícil no hacerse adicto a la bibliografía que viene publicando en los últimos tiempos la editorial Efe Eme y de la que aquí hemos escrito ya una decena de veces, sobre todo cuando encara en profundidad una serie de entrevistas – conversaciones con músicos que no es que sean esquivos, pero sí que denotan un distanciamiento notorio y evidente con la prensa o la exposición, sea innato, por aprendizaje, por defensa, desinterés o por seguridad, como una manera de salvaguardar el misterio de su universo creativo. O una mezcla variable de todas ellas en distintas proporciones, según la persona. Y en esa heroicidad en particular anda metida desde hace unos años Arancha Moreno, que completa con esta entrega con Quique González un póker de auténtico lujo que ya tenía los ases de Iván Ferreiro, Coque Malla y José Ignacio Lapido. A través de estas 250 páginas, con conversaciones realizadas la mayoría de ellas en el valle cántabro, que ha sido refugio, maestro y hogar del madrileño durante casi veinte años, y alguna en la ciudad, se realiza un viaje por los casi 25 años de carrera del músico, cuya conversación sorprende sobre todo por la cantidad y profusión de sus declaraciones, no tanto por sus opiniones, que ‘casan’ perfectamente con la imagen y la identidad que ha transmitido a lo largo de toda su carrera. Mientras que otros se crearon un personaje para ser estrellas del rock, Quique hace alarde de una naturalidad que amplía las explicaciones de lo que ya sabíamos. Que es un artista con unos códigos de honor casi en desuso (dinosaurio quizá también en eso, por desgracia) y que la canción, siempre, está por encima de otros intereses.
Tras un preludio en forma de poema, de Luis García Montero (tan importante a lo largo de toda su carrera), un rápido paseo por la niñez y la juventud, truncada en esa imposición de madurez a la que obliga la pérdida materna en este caso, nos sumergirá pronto en el mundo de la música que para muchos, para Quique, para su interlocutora o para quien escribe estas líneas, se desvela rápido como algo más que un entretenimiento. Quique no necesitó de tantos años como otros para tener su primer disco bajo el brazo porque de sus buenas formas pronto se percatarían algunos de sus referentes iniciales, Enrique Urquijo o Antonio Vega, y una industria que pensaba que podría moldearlo a su gusto.
En este viaje, cada uno de los discos publicados protagoniza un capítulo en el que, además de repasar los hitos más destacados en cuanto a gestación, producción, canciones y gira, se encaran momentos vitales fundamentales, avatares personales o estados de ánimo que contextualizan y aumentan el soporte argumental para entender en qué se basaba cada uno de ellos, tanto en el texto como en la forma. En este periplo nos encontraremos con muchos nombres propios. Carlos Raya emerge como un bastión fundamental en los primeros álbumes (como después César Pop y Toni Brunet), como Chaouen en los primeros escenarios. Años primerizos que también sufrirían el sobresalto de las peleas constantes con unas compañías discográficas que piensan en el resultado creativo como si fuesen ejecutores de las primitivas teorías de Adorno y Horkheimer. Error, no creo que algunos personajes alcanzasen ese nivel de intelectualidad, sino, sencillamente, querían pasta sin importarles el alma de lo que tenían entre manos.
Uno puede esperar que, conociendo aquellos años, hubiera más ‘sangre en el marcador’ pero lo cierto es que Quique sobrevuela en el fango con una elegancia bastante elogiable. Ocurre de forma similar con algunos compañeros que le han hecho sentirse traicionado o con quienes le señalan por no ser ‘tan divertido’ (mover el culo) como otros coetáneos de carteles y medios.
La lectura permite sentir ese crecimiento personal y artístico. Desde la decepción y los reveses y los tener que empezar casi de cero, a los momentos de éxito, pequeñito pero firme, que diría Iniesta con Extremoduro al que, por cierto, Quique ha desarrollado una especial veneración en los últimos años. Para quienes vivimos desde nuestros inicios como seguidores antes que profesionales entre dos mundos de creadores que parecían ‘peleados’ por la crítica más sectaria, congratula ver cómo una gran figura del supuesto ‘rock de autor serio’ aplaude y reconoce los méritos de lo que había sido un personaje casi marginal (¿se acuerdan de lo de rock con ladillas?). Casi el mismo placer que siento cuando veo a Robe compartiendo risas y conexión musical con Pablo López, por dar otro ejemplo representativo. Música, creación, alma, talento, en definitiva. Por encima de cualquier otro interés.
Una idea que sale reforzada casi en cada capítulo. Quique defiende al extremo su integridad. Como creador y como artista que se debe a su público. No quiere que sus canciones sirvan para anunciar ningún producto comercial, tampoco quiere forzarse a añadir sonidos de moda a sus temas si es que no le nace o no lo necesita. Vive con el menos como elemento para disfrutar más. Para recoger la esencia de las cosas. Congelar una imagen con detalles que después se convierten en canciones donde casi se puede respirar dentro de ellas, como si fuésemos un personaje mirando sin que nos vean.
La narrativa de Quique tiene, como reconoce, mucho de esencia dylaniana, pero desde los juegos y recursos lingüísticos que da el castellano, de aquí y el de Charly y Páez. Gratificantes sorpresas la buena consideración ante mis tocayos Krahe y Álvarez, también a Lichis. Un patito feo que decidió abandonar ‘lo que vendía’ para hacer ‘lo que quería’, aunque sus finanzas se hayan resentido. Musicalmente las alusiones serán foráneas. De nuevo Dylan, Petty, Mellencamp, Browne, Lucinda… Folk, rock, country, americana… Casi todas las canciones de Quique parecen tener una cortina, un filtro acuoso o nebuloso con el que la realidad parece difuminar sus bordes para entrar en terrenos donde la percepción de los sentidos deja de ser cien por cien fiable. Y hay que dejarse llevar por emociones, intuiciones y sensaciones. Por el corazón. ¿Recuerdas, corazón?
Incluso en momentos de éxito, donde otros solo ven colores pastel, Quique disfruta con el gris que habita este mundo para sacar de ello la belleza más sentida, dejando que una frase, una chispa, tenga el poder suficiente de convertirse en la base una canción, que podrá ser más o menos explícita o más o menos biográfica, pero siempre nacida de una emoción real. Y es ese compromiso con la integridad (por cierto, con una ejemplarizante conciencia de clase que más quisieran muchos grupos panfletarios) el que le ha conferido a Quique la libertad para hacer los discos que broten en cada momento. Sin necesidad de repetirse con el anterior ni de buscar a un público determinado.
Tras el epílogo de Lapido, concluimos que Arancha, por tanto, nos convierte en un personaje silente en la escena de una película de intensos diálogos, permitiéndonos escuchar la voz, sin purpurina pero autorizada, de un artista de cuño añejo, de los que ayudan a conservar de forma romántica (y empecinada) el fuego del Olimpo de la canción, ante todas las cosas.
PD: ‘La decena’: Conversaciones con Ana Curra, Héroes Malditos, Conversaciones con José Ignacio Lapido, Balmoral. Loquillo, por un instante, la eternidad, Coque Malla. Sueños, Gigantes y Astronautas, Conversaciones Ilegales, Rock & Ríos. Lo hicieron porque no sabían que era imposible, Marwán, El Hijo del Refugiado, 19 Días y 500 Noches. Sabina fin de siglo.
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Publicado el junio 30, 2022 en Actualidad y etiquetado en Actualidad, Conversaciones, Efe Eme, Quique González. Guarda el enlace permanente. 1 comentario.
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